Hernan siempre fué un tipo orgulloso de su juventud. Trabajaba desde los veinte años en una agencia de publicidad. Hernan era pícaro, observador y con ideas creativas. Tenía el rostro garantizado y un temple cínico que le hacía disimular sus emociones. Cuando cumplió quince años su padre le había dicho "La vida se vive bien hasta los treinta. Después se viene el casamiento, los hijos, la hipoteca de la casa". Esta frase lo marcó. Se prometió a si mismo vivir la vida eternamente joven.
Hernan miraba con desdén a las personas con más de treinta años. Creía que eran personas infelices, amargadas y frustradas. Se pasaba observando a las personas en los bares, en los colectivos, en la calle. Hernan le prestaba especial atención a las patas de gallo, a los labios cuarteados, a las incipientes canas, a las comisuras de herradura amarga. Tanto observaba a estas personas que había adquirido la facultad de adivinar con precisión su edad. En las reuniones, si conocía a algún treintañero le decía "vos tenés treinta y tantos, ¿no?" con un tono de investigador privado que dejaba desconcertado al otro. Sus amigos le decían que tarde o temprano iba a llegar a esa edad. Pero Hernan le restaba importancia. Afirmaba que cuando cumpliera treinta años estaría en Río de Janeiro, celebrando una festichola con dos garotas.
El problema comenzó después de cumplir veintinueve años. Hernán comenzó a volverse una persona taciturna. Cada día que lo acercaba a los treinta eran alfileres pinchando sus globos de alegría. La altanería se le fue apagando. No se le ocurría ninguna idea creativa. Llegaba al trabajo desalineado, sucio y con olor a viejo. Todos los compañeros se fueron alejando de él. A Hernan se le fue amargando la piel. El pelo se le convirtió en un árbol nevado y sus huesos hacían ruidos como un ramaje seco a merced del viento. Visitó algunos médicos pero nadie le daba ninguna solución. Cinco días antes de cumplir treinta, se sentía tan avejentado que ya no pudo ir a trabajar y pidió licencia médica.
En el inverno que cumplió treinta años llevaba tres días sin pegar un ojo y tenía más arrugas que un bollo de papel. Decidió ir a la farmacia a comprarse unas pastillas para dormir. Se vistió lo más abrigado que pudo, dos pantalones, un pulóver bien grueso y un gorro de lana. Las cinco cuadras hasta la farmacia se le hicieron eternas. Hernan caminaba con paso cansino y tenía que tomar aire cada treinta metros para recuperar el aliento. Hernan decidió tomar un descanso en una plaza que estaba a mitad de camino. Se sentó en un banco a observar a la gente que pasaba. Veía a algunos niños jugando y a hombres y mujeres haciendo deporte. Algunas palomas se le acercaron y lamentó no tener algo para darles de comer. Luego se recostó un poco para aflojar la tensión de la espalda. Sintió algo parecido a un sueño profundo y se dejó llevar.
Al día siguiente la noticia en la televisión fue la de un viejo sin identificación, muerto en el banco de una plaza.
EN.
Hernan miraba con desdén a las personas con más de treinta años. Creía que eran personas infelices, amargadas y frustradas. Se pasaba observando a las personas en los bares, en los colectivos, en la calle. Hernan le prestaba especial atención a las patas de gallo, a los labios cuarteados, a las incipientes canas, a las comisuras de herradura amarga. Tanto observaba a estas personas que había adquirido la facultad de adivinar con precisión su edad. En las reuniones, si conocía a algún treintañero le decía "vos tenés treinta y tantos, ¿no?" con un tono de investigador privado que dejaba desconcertado al otro. Sus amigos le decían que tarde o temprano iba a llegar a esa edad. Pero Hernan le restaba importancia. Afirmaba que cuando cumpliera treinta años estaría en Río de Janeiro, celebrando una festichola con dos garotas.
El problema comenzó después de cumplir veintinueve años. Hernán comenzó a volverse una persona taciturna. Cada día que lo acercaba a los treinta eran alfileres pinchando sus globos de alegría. La altanería se le fue apagando. No se le ocurría ninguna idea creativa. Llegaba al trabajo desalineado, sucio y con olor a viejo. Todos los compañeros se fueron alejando de él. A Hernan se le fue amargando la piel. El pelo se le convirtió en un árbol nevado y sus huesos hacían ruidos como un ramaje seco a merced del viento. Visitó algunos médicos pero nadie le daba ninguna solución. Cinco días antes de cumplir treinta, se sentía tan avejentado que ya no pudo ir a trabajar y pidió licencia médica.
En el inverno que cumplió treinta años llevaba tres días sin pegar un ojo y tenía más arrugas que un bollo de papel. Decidió ir a la farmacia a comprarse unas pastillas para dormir. Se vistió lo más abrigado que pudo, dos pantalones, un pulóver bien grueso y un gorro de lana. Las cinco cuadras hasta la farmacia se le hicieron eternas. Hernan caminaba con paso cansino y tenía que tomar aire cada treinta metros para recuperar el aliento. Hernan decidió tomar un descanso en una plaza que estaba a mitad de camino. Se sentó en un banco a observar a la gente que pasaba. Veía a algunos niños jugando y a hombres y mujeres haciendo deporte. Algunas palomas se le acercaron y lamentó no tener algo para darles de comer. Luego se recostó un poco para aflojar la tensión de la espalda. Sintió algo parecido a un sueño profundo y se dejó llevar.
Al día siguiente la noticia en la televisión fue la de un viejo sin identificación, muerto en el banco de una plaza.
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